viernes, 13 de mayo de 2016

Dos años y medio después

Un día, dos años y medio después, reaparecí en el blog. 
Muchas veces tuve ganas de sentarme a escribir, aunque por alguna razón desistía de hacerlo. Hoy, 13 de mayo de 2016, me siento con las ganas, el tiempo y la necesidad de estar acá. Tantas cosas pasaron desde aquella última publicación. Tantas lágrimas derramadas, sonrisas desparramadas, amaneceres dormidos, desilusiones intuídas y el desamor más grande de mi vida. Fue un tiempo de grandes aprendizajes. ES un tiempo de un aprendizaje enorme para mi. Y supongo que de ahí devienen estas ganas de volver a expresarme por medio de la palabra, hacia un público desconocido, y quizás inexistente. 

Siento que me encuentro en momentos de profundos cambios. Siento, más que nunca, que soy energía en movimiento. Siento que soy creación, fluidez, impermanencia. Siento también una terrible incomprensión del mundo que me rodea. Siento una soledad que a veces acompaña, y otras aturde. De a ratos siento una inercia incómoda que paraliza, que desconozco, que molesta. Siento más de lo que quisiera. Más de lo que mi cuerpo físico puede tolerar [¿Cuánto falta para ser feliz? ¿Algún día sentiré ese sentimiento por un plazo medianamente prolongado de tiempo? ¿Qué equivocaciones estoy cometiendo que no logro ver?].

Tarea extraescolar: responder las preguntas anteriores. 

miércoles, 2 de octubre de 2013

mi Ser

Acá estoy, escribiendo, simplemente porque gusto de hacerlo (mucho más de lo que realmente lo hago). Cuando me pongo frente a una hoja en blanco, observo mi vida como un tercero espectador, analíticamente. Veo días, semanas y meses, sucedidos en tiempos inmanejables por mi persona, convertidos en cuadros de igual tamaño formando una historieta, porque a la distancia todo va acomodándose en piezas medianamente similares.

En este momento caigo en la cuenta del cambio que ha sufrido mi vida en el último tiempo. Cambio que hay que procesar, y sin retroceder, volver a ser yo. Con mis mañas y defectos. MÍOS. Y no con los caprichos de los demás. Con mis Egos, porque algunos lindos otros no tanto, son quienes me convierten en el Ser que soy (y que me gusta).

Siento ganas de aislarme de todo y de todos. Siento necesidad de conectarme con mi más profundo Ser [niño] interior. Siento ganas de renacer, cambiada, ¿evolucionada?

Tengo la felicidad en mi cuerpo, mente y espíritu, de sentirme acompañada por los seres de luz que últimamente me guían como ningún gps lo hará nunca jamás. Estoy con ellos. Y estar con ellos me hace estar conmigo. Necesito sentir su abrazo un rato más, un rato de días, para luego volver a abrazar yo. Necesito ordenar y serenar mi mente, para saber bien por dónde debo transitar. No me importa el sendero, si es cuesta arriba o cuesta abajo, sólo necesito de él. 

Siento contradicción en mi mente. Siento calma, paz y amor en mi alma.

martes, 4 de junio de 2013

♥ si no es amor, que no sea nada ♥

Es martes. Un día de oficina común y corriente. Traje gris y olor a humedad. Sin embargo la música y los ojos cerrados son mi pasaporte para un mundo lleno de colores, historias de pasión y risas de llantos. 

Recovecos en calles de piedra que nunca pisé, pero en las que bailé bajo la lluvia y bajo una luna sensual, imperfecta y deliciosa. Mis brazos abiertos girando sin parar, con la cabeza hacia atrás, disfrutando del agua fresca que mojaba mis labios, mi cara y mi pelo, natural y libre. Allá, al fondo, había una hermosa farola olvidada de algún siglo atrás por alguna civilización menos primitiva, de luz cálida, obvio. En el aire, el perfume del jazmín regado por la naturaleza. Un sueño. Para mí, es una callecita de Colombia, o de México ¿por qué no?, o también de Francia, Grecia o Estambul. No creo que sea de Inglaterra ni de Suiza, no, de ahí no.

¿Que por qué bailaba? Por amor, por qué más. ¿Qué felicidad es más grande que la que te brinda el amor? ¿Qué genera mayor felicidad que la de amar y ser amado? ¿La de despertar con una sonrisa por saberte correspondido? ¿La de dominar el mundo con el apoyo de una mirada? ¿La de enfrentarte a un ejército con el alma enamorada como arma de fuego? ¿La de disfrutar más que nada en la vida un domingo en la cama, de a dos? ¿La de soñar despierto un beso en la frente? ¿La de escribir juntos una historia sin punto final?

Porque el único capaz de mover montañas, cruzar fronteras, nadar océanos, volar rascacielos y cambiar a la gente, es el amor. Porque si no es amor, que no sea nada. 

sábado, 2 de marzo de 2013

alma al aire [tarea extraescolar: buscar la felicidad]

Nunca creí que iba a escribir una entrada sobre lo que estoy a punto de escribir. Nunca creí que iba a tener el coraje de hablar libremente de este problema que me aqueja hace años. Pero, ¿sabés cuál es el tema? Que hace poco hablé de ello con dos amigas, y con eso solo ya logré superarlo en más de un cincuenta por ciento. 

El problema en cuestión se llama ►adicción a la comida◄ y la historia comienza así.

Resulta que cuando tenía 16 años, etapa crítica en la vida de cualquier persona, comencé a hacer una dieta súper restrictiva de comida. Contaba cada caloría que entraba a mi boca y supongo que por día no superaban las setecientas. Si bien era flaca, siempre tuve un cuerpo con curvas y mi anhelo era ser una flaca palito como mis amigas (y bue, era chica). Eludir a mi vieja fue sencillo y mi viejo casi nunca almorzaba en casa. Cuestión que un día lo hizo, y yo a su lado me serví sólo 5 ravioles en el plato, sin ningún tipo de salsa. Ahí él se dio cuenta que algo me estaba pasando, me dio un sermón elevado de tono y del miedo comencé a comer regularmente. Esta dieta súper estricta no habrá durado más que mes / mes y medio, pero fue suficiente para que me torturara por años, porque la cosa no quedó ahí y la anécdota recién empieza.

Luego de ese tiempo de comer poco, se despertó en mi un hambre feroz [entendido como 'que causa daño, terror o destrozo. cruel.', porque no existe otra palabra que describa mejor esa sensación]. Iba a la casa de mis amigas e inventaba excusas para pasar por la cocina y robarme un pedazo más de brownie. Así. No lo podía controlar, pero tampoco era consciente de la magnitud de lo que me estaba pasando y mucho menos del tiempo que acarrearía dicho problema. Lo que sí sabía bien, era que después de esos atracones, sentía una culpa tortuosa que me sometía a un bajón anímico sin precedentes en mi persona y que a penas podía entender. Cuando sabía que iba a estar sola en casa, pasaba por un kiosco y me gastaba toda la plata que tenía encima en alfajores, galletas, chocolates. Toda. Y llegaba a casa, sacaba el arsenal de comida (arsenal porque verdaderamente es un arma), y comenzaba el castigo, porque creo que el saber cómo te vas a sentir después, hace que ni siquiera durante el atracón, disfrutes de lo que estás haciendo. Era un castigo, lisa y llanamente.

Así pasó el tiempo y si bien iba subiendo de peso, dicha suba era muy gradual, porque siempre fui muy deportista y jugaba al vóley, iba al gimnasio, salía a correr. Subía de a un kilo cada tanto, lo que hizo que nunca nadie notara el problema. Además, mis atracones no eran tan frecuentes tampoco como he leído por ahí. Yo los sufría una vez cada diez días o una vez por semana como una locura, y durante el resto del tiempo que no padecía el atracón, hacía una dieta restrictiva al máximo: pollo y zapallo hervido, algún tomate, alguna lechuga y así. Capaz que eso debió haber sido sospechoso para los que me rodeaban '¿cómo esta mina que come todo el día pechuga hervida y verduras no es un esqueleto?' pero nunca nadie me dijo nada. En estos casos, muchas veces la familia prefiere hacer oídos y ojos sordos. Aclaro, nunca en mi vida me produje el vómito, simplemente nunca se me pasó por la cabeza. 

A los dieciocho, yo y mi problema nos fuimos para Córdoba, a estudiar, y entre las subas y bajas anímicas, conocí un chico y me puse de novia. La relación duró algo más que tres años y durante ese tiempo no considero haber sufrido ningún tipo de atracón. Porque el atracón no sólo significa comer mucho, algo que de vez en cuando todo el mundo hace, atracón significa esconderse para comer, deglutir en lugar de saborear, planificar el evento para cuando no haya nadie, borrar las evidencias, ser sumamente restrictiva cuando uno está en compañía, sentirse mal hasta la médula y, obviamente, ingerir cantidades monstruosas de comida. En fin, cuando estuve de novia pude haber comido mucho alguna que otra vez, pero no tuve la mentalidad de la enfermedad, que ya a esa altura era un enemigo conocido. Incluso hasta adelgacé unos kilos.

Cuando esa relación termina, fue cuestión de días, semanas, meses ─ya no recuerdo─ que el calvario comenzara otra vez. Lo que más me perturbaba, era el hecho de que siempre fui una persona obsesivamente perfeccionista en todos los aspectos de mi vida: con el estudio, con mi imagen, con mis hobbys y pasiones, con el deporte, etcétera. Lo que hacía, tenía que hacerlo bien. No consideraba otra opción. Ergo, no podía entender cómo no podía controlar algo tan básico, primitivo y rudimentario como el acto de comer. Además que nunca me dejé vencer fácilmente y, en algún punto, siempre me supe triunfadora. El tema es que por no pedir ayuda el tiempo pasó de a montones y ahora me doy cuenta que hay momentos que no van a regresar. Pero no es que no pedía ayuda por cabezadura o autosuficiencia. No. Es mucha más penosa la razón por la que no lo hacía. No pedía ayuda por vergüenza. Sí, por v e r g ü e n z a. Vergüenza de saberme débil, frágil, impotente. Vergüenza de llevarle a mis viejos, que tanto se han esforzado por darme todo lo que podían y yo quería, un problema tan estúpido. Vergüenza de poder decidir cuándo fumar y cuándo no, pero en cambio no poder controlar cuánto comer. Vergüenza, simple y estúpidamente. El peor sentimiento que existe, porque paraliza, atemoriza, ridiculiza y te impide avanzar hacia esa meta que muchos llaman felicidad. Sumado a ello, creo que nunca dimensioné el problema con su tamaño real. Me convencí que a veces yo me daba los atracones porque quería, porque lo elegía, porque me sentía feliz comiendo, cuando la verdad es que siempre odié los sentimientos que despertaba en mi, porque eran sentimientos oscuros, densos, tensos, apagados. Creo que pensé que en algún momento iba a poder dejar de hacerlo a voluntad. Y la verdad es que es una adicción, así como a las drogas y hasta peor, porque sin comida uno no puede vivir. Y una adicción es una enfermedad. 

Pasaba el tiempo, y con él, la frecuencia de mis atracones variaban. Los había más seguido y no tanto, pero siempre estaban ahí con el dedo acusador en mi cabeza. En cuanto a mi peso también fluctuaba, y a la larga tendía a ir en aumento. Supongo que ganaba un par de kilos por año que luego no podía bajar. En el medio de esto pasaron nutricionistas, esteticistas, ultracavitadores, y esas cosas que nunca iban a ser una solución, porque el problema no era el cuerpo, era la cabeza, de ahí necesitaba curarme. 

Terminé de estudiar, volví a mi provincia, y luego de un año comencé yoga. Al principio pudo ser una actividad física más que realizaba dos veces por semana, luego se transformó en una filosofía de vida (twentyfour seven, dirían los yankees), que me acompañaba desde que me levantaba y hasta que me acostaba e incluso en mis sueños. La yoga es así, una filosofía de vida, y cuando lo hacés con esa intensidad y con esa intención, gobierna tus actos y tus pensamientos, y alegra tu alma. La cuestión era que la moderación en la comida es un pilar básico de la yoga, para mantener la mente en calma y para estar liviano a la hora de realizar las prácticas. De pronto esa felicidad que sentía de saberme en el camino que quiero transitar de aquí hasta que me muera, era absolutamente incompatible con mi adicción. Y la cabeza me presionaba aún más y mis depresiones post atracones eran aún mayores. Me encerraba más en mi misma. Mi humor era terriblemente irascible. Y mi cabeza se volvía cada vez más loca, porque eso sentía, que iba a terminar completamente loca de atar. Sabía que algo debía hacer. El tema era ¿qué?

Me metí a un curso del Arte de Vivir, que profesa una vida sin estrés. Aprendí técnicas de respiración relajantes y motivaciones que te llevan a una vida más placentera. Dejé de comer carnes animales (salvo el pescado) y reduje bastante el consumo de lácteos. Con sólo eso mi humor mejoró increíblemente, ya que me sentía más liviana (de cuerpo, pero principalmente de mente). Además que en mi fuero interno siempre preferí la dieta vegetariana pero no la seguía porque viste que para adelgazar lo mejor es comerse un churrasco con ensalada, te dicen. Bueno, no es así. Tengo la suerte (y el karma) de ser una apasionada de la cocina, asique comencé a leer y estudiar de la cocina naturista e incorporar a mi alimentación productos que en mi vida había escuchado: algas kombu, cochayuyo, espirulina, mijo, semillas, arroz yamaní, azúcar mascabo, tahíne, miso, gomasio, harina de vino, maca, etcétera, todos alimentos deliciosos que me proporcionan los nutrientes que mi cuerpo necesita para estar bien alimentado.

Al margen de ese cambio radical en la alimentación, los atracones continuaban aunque ahora acotados a alimentos saludables, pero mi cabeza seguía igual de enquilombada. Sabía que estaba más cerca de la solución, pero que no la había alcanzado todavía.

Así, de la mano de la yoga, de la gente linda que practica yoga, de mi swami, de las respiraciones, de libros y de esa vida que tan feliz me hace, llegaron experiencias introspectivas, rituales que se transforman en viajes internos para buscar respuestas que están dentro de uno, pero que por una cosa u otra, se niega a sacar a la luz. Obvio que mi meta era curar la adicción.

De pronto la solución se apersonó frente a mis ojos. Tomé debida cuenta de la dimensión de la enfermedad que me aquejaba. Comencé a llamarla con todas las letras y a leer e informarme qué podía hacer para curarme. Lloré mares. Sobre todo cuando me di cuenta que tenía que pedir ayuda porque sola no iba a poder. De nuevo aparecieron la vergüenza (al límite de la humillación), y esa sensación de vulnerabilidad por saberme impotente para resolver un problema. Me sentí débil, frágil, chiquita, frustrada, y todos esos sentimientos horribles que te puedas imaginar. Sin embargo, y casi como una obligación, fui a contárselo a una amiga. Casi no podía mirarla a los ojos. Ella escuchaba y supongo que se compadecía. También me consolaba y me aconsejaba. Decidí que lo mejor iba a ser ir a un psicólogo. Sin embargo, el haberme sincerado, el haber mostrado mi alma desnuda ante la mirada de un tercero, me dio una sensación de libertad absoluta. Sentí sacarme una mochila de mil toneladas de los hombres. Era yo. Con mis virtudes y con mis defectos. Y entendiendo que una enfermedad es una enfermedad, no un defecto, no una vergüenza. Era toda yo, por primera vez ante una persona. Tan bien me sentí, que decidí que lo mejor era hablarlo con más gente, asique se lo conté a otra amiga esa misma tarde. Y de ahí pasé a escribir esta entrada para seguir liberándome de mis prejuicios y tormentos. No sé quién leerá esta nota, no sé si alguien leerá esta nota ni si quien lo lea me conoce, pero hablar del tema me hace bien. Soy yo. Todo esto soy yo. Y ya no me avergüenzo, y ya puedo decir que hasta la relación con la comida ha cambiado en un giro de ciento ochenta. Ya no tengo hace varios días atracones, ni mente de atracón, ni veo a la comida como una amenaza constante. He comenzado a disfrutar y ser feliz. Mi mente se ha relajado y eso es lo mejor que me puede pasar en el mundo. Por eso estoy hoy acá, escribiendo esto.

Deseo con el alma que mis palabras ayuden a alguien que esté atravesando esta adicción, porque el sentimiento atroz de culpa que uno siente no se puede describir ni expresar (o sí, pero da vergüenza hacerlo), pero sí compartir. Mi consejo está más que claro: hablen con una persona de su confianza, si no es un familiar, no importa, siempre hay un amigo de esos que no tienen precio dispuesto a escuchar y ayudar. Pero hablen. Liberensé porque sólo de esa manera se alcanza la felicidad. Y en esta vida estamos para ser felices. ♥


miércoles, 19 de diciembre de 2012

vagabundear

Ando ganas de vagar por mi mente, sólo al ritmo de la música que escapa de los parlantes. Esa música que eleva el cuerpo etéreo del suelo, que vuela por entre las notas musicales encadenadas al pentagrama. 
Muse, banda gigante. Y vaya si inspira. 

Ando ganas de crear, de inventar, de imaginar. Ando no ganas de manualidades. Más bien prefiero las mentalidades. De las primeras, sólo agrupan bajo el vocablo 'coso'. Tan preciso como exquisito. 

Ando ganas de reír, sonreír, mirar, contemplar. Ando no ganas de las vueltas vuelteras de los chismes no guardados. No me importan. Molestan. Interfieren los parlantes de mi música. Y el ruido ensordece. Y el ruido enceguece. 

Ando ganas de bailar, cantar, gritar, soltarme el pelo. Y así salir a pasear por las calles de una ciudad perdida, de calles de piedra, con charcos de agua producto de la lluvia (sólo porque me gusta la palabra charcos), con faroles de antes con luces amarillas, que no encandilan, pero iluminan. Ciudad con bares llamados cantinas, con mesas y cubiertos con identidad, de esos que son de la abuela (que casa más grande tenía la abuela, para atesorar tantas pertenencias). De bares de gente con bombín, anteojos y algún vicio.

Ando ganas de encontrar (me/te), de buscar, sin parar, de sincronizar. Que los caminos se cruzan pero las personas no. Que si todos los caminos condujeran a Roma, entonces qué estamos haciendo en otras ciudades. Que lo lindo del presente es que no se casó con el ayer ni con el mañana. Que de eso se trata el disfrutar. Es simple, lo prometo.

Ando ganas de fluir, sentir, creer, probar. Ando no ganas de ataduras ni ligamentos. Que libre venimos y libre nos vamos. Porque de la libertad del aire libre se respira mejor. 

Ando ganas de compañía bonita, de la que acaricia, transmite, transmuta, enciende. 

Ando ganas de mí cuando paseo, todo el día. Y con los ojos abiertos.

domingo, 2 de diciembre de 2012

cobarde, tú

De los días con sombras inquietas que, celosas, deciden prejuzgar traspasando la frontera. 

Días agitados que trascienden lazos sanguíneos. Si uno decidió ser feliz en esta vida ¿por qué los demases perturban esa osadía?

Miro alrededor, con ojos cerrados, y siento, tangible, esa energía que brilla, que ríe, que contagia, que inspira. Iluminada yo, al reparo de las alas de la sabiduría (entendiendo sabiduría como un camino eterno, no como un fin en sí mismo).

Abro los ojos. Desespero. Escucho taladros machacando el pensamiento iridiscente. Personas que uno imagina de la mano te alejan trasladándote a vos esa cobardía. No, hoy no. Mañana tampoco. Quizás sea momento de que lo entiendas. Quizás sea momento de que me vaya de tu cotidianeidad presente. 

Trascender, sin miedo a nadie. Elevar el ego en nuestro interior, pero en silencio, para no asustar al resto. También para no dar motivos al resto. El camino iniciado está, ya no a lo lejos, ya no en el horizonte que tiñen al unísono el cielo y el océano. Está acá, en la baldosa sobre la que estamos parados, esperando la señal de largada, para ya no mirar hacia atrás. 



jueves, 1 de noviembre de 2012

Decidir, para ser feliz


Para saber en qué camino uno quiere trascender, supongo que es necesario caminar por uno y otro, por muchos, variados, hasta encontrar el que mejor nos sienta. Así uno puede decidir qué rumbo tomar, sin conformarnos con el que nos fue impuesto por nuestros educadores.

Así, en este momento, me encuentro absolutamente cómoda y feliz en el camino que he encontrado. Ojo, este camino no apareció por obra de magia. No. Tampoco lo busqué conscientemente, pero sí por instinto y motivación. Esta búsqueda no ha concluido aún, pero ya estoy adentrada en la magia que me rodea y profundizar su sendero va a ser cosa sencilla.
La conclusión de esta etapa es que la felicidad es un estado puro y exclusivo de la mente. Una mente fuerte, consciente, activa, positiva, puede, en cualquier situación, encontrar un espacio para sonreír. Una mente débil, aturdida, voleada, perdida, se queja hasta del marido que riega las plantas porque ensucia.

Es impresionante la capacidad que tiene el ser humano para ver el vaso medio vacío. Siempre. Lo negativo cae por su propio peso de cada situación cotidiana vivida y la amargura, se apodera del cuerpo, de la mente y del alma. Si tan sólo reservaran ese desgaste de energía que implica criticar (al peatón que cruzó mal la calle, al ciclista que se metió por donde no debía, al delivery que te mandó una pizza fría, al operador que te dejó esperando in eternum, a la luz que se cortó [¿?]), enojarse e insultar, en respirar profundo un momento, reflexionar que nada grave ha pasado y continuar sus días, las caras deambularían con más sonrisas.

Ojo, el trabajo mental que requiere apaciguar la mente ante las contingencias de la vida es más difícil que dejarse llevar por una puteada o un golpazo de puerta. ¡Claro que es mucho más arduo! Pero es más reconfortante también. Y cuando uno encuentra una zona de confort superior a la media alguna vez experimentada, entonces se da cuenta de la simpleza que significa continuar en ella y no dejarse vencer por las eventualidades de la vida. Y decide perpetuarse en ella.