Para saber en qué camino uno quiere trascender, supongo que
es necesario caminar por uno y otro, por muchos, variados, hasta encontrar el
que mejor nos sienta. Así uno puede decidir qué rumbo tomar, sin conformarnos
con el que nos fue impuesto por nuestros educadores.
Así, en este momento, me encuentro absolutamente cómoda y
feliz en el camino que he encontrado. Ojo, este camino no apareció por obra de
magia. No. Tampoco lo busqué conscientemente, pero sí por instinto y
motivación. Esta búsqueda no ha concluido aún, pero ya estoy adentrada en la
magia que me rodea y profundizar su sendero va a ser cosa sencilla.
La conclusión de esta etapa es que la felicidad es un estado
puro y exclusivo de la mente. Una mente fuerte, consciente, activa, positiva,
puede, en cualquier situación, encontrar un espacio para sonreír. Una mente
débil, aturdida, voleada, perdida, se queja hasta del marido que riega las
plantas porque ensucia.
Es impresionante la capacidad que tiene el ser humano para
ver el vaso medio vacío. Siempre. Lo negativo cae por su propio peso de cada
situación cotidiana vivida y la amargura, se apodera del cuerpo, de la mente y
del alma. Si tan sólo reservaran ese desgaste de energía que implica criticar
(al peatón que cruzó mal la calle, al ciclista que se metió por donde no debía,
al delivery que te mandó una pizza fría, al operador que te dejó esperando in
eternum, a la luz que se cortó [¿?]), enojarse e insultar, en respirar profundo
un momento, reflexionar que nada grave ha pasado y continuar sus días, las
caras deambularían con más sonrisas.
Ojo, el trabajo mental que requiere apaciguar la mente ante
las contingencias de la vida es más difícil que dejarse llevar por una puteada
o un golpazo de puerta. ¡Claro que es mucho más arduo! Pero es más
reconfortante también. Y cuando uno encuentra una zona de confort superior a la
media alguna vez experimentada, entonces se da cuenta de la simpleza que
significa continuar en ella y no dejarse vencer por las eventualidades de la
vida. Y decide perpetuarse en ella.